Caducidad del procedimiento inspector porque las dilaciones no son imputables al contribuyente

La interpretación de la noción «dilaciones imputables al contribuyente» se define como el retraso en que incurriere al cumplimentar las solicitudes de información, requerimientos o comparecencias, así como el que se derive de los aplazamientos que interesare.

Podemos ya, pues, dejar sentados dos criterios al respecto: en primer lugar, que la noción de «dilación» incluye tanto las demoras expresamente solicitadas por el obligado tributario y acordadas por la Inspección como aquellas pérdidas materiales de tiempo provocadas por su tardanza en aportar los datos y los elementos de juicio imprescindibles para la tarea inspectora.

En segundo término, y como corolario de la anterior, se ha de dejar constancia de que la «dilación» es una idea objetiva, desvinculada de todo juicio o reproche sobre la conducta del inspeccionado. Así, pues, cabe hablar de «dilación» tanto cuando pide una prórroga para el cumplimiento de un trámite y le es concedida, como cuando, simple y llanamente, lo posterga, situaciones ambas que requieren la existencia de un previo plazo o término, expresa o tácitamente fijado, para atender el requerimiento o la solicitud de información.

Al alcance meramente objetivo (transcurso del tiempo) se ha de añadir un elemento teleológico. No basta su mero discurrir, resultando también menester que la tardanza, en la medida en que hurta elementos de juicio relevantes, impida a la Inspección continuar con normalidad el desarrollo de su tarea.

Parece evidente, pues, que en el análisis de las dilaciones hay que huir de criterios automáticos, ya que no todo retraso constituye per se una «dilación» imputable al sujeto inspeccionado.

Acogiéndonos a esta interpretación jurisprudencial, la misma es plenamente trasladable al caso resuelto por la Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 21 de marzo de 2013, ya que las actuaciones inspectoras no estuvieron realmente paralizadas entre el 25 de octubre de 2000, en que se aportó el acta de defunción y el 26 de enero de 2001, data en que fue entregado el testamento y el certificado de últimas voluntades. Prueba de ello son las diligencias, intermedias entre ambas, de 28 de noviembre y 13 de diciembre de 2000, donde se aportan por los obligados tributarios diversa documentación solicitada por la Inspección en el curso de las actuaciones.

Es decir, los funcionarios de la Inspección continuaron sus investigaciones, que no se vieron entorpecidas o imposibilitadas por la posible ausencia de la documentación antes referida.

Y a ello se viene a añadir un elemento determinante, cual es que dicha documentación era «redundante», -en ningún caso se discute su trascendencia- pues constaba en la escritura de aceptación y partición de herencia presentada por los interesados con la autoliquidación.

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